Esta entrevista, realizada por nuestro investigador Guillermo Pérez, fue publicada en marzo de 2021 en la cuarta edición de la revista el IES Chile, Punto y coma.
Hace 30 años, el sociólogo danés Gøsta Esping-Andersen revolucionó los estudios sobre el Estado de bienestar al publicar su libro The Three Worlds of Welfare Capitalism (1990). En él desarrolló una tipología que dividía a estos regímenes en liberales, conservadores y socialdemócratas, y que sigue siendo objeto de debate hasta hoy. De ahí en adelante, con libros como The Social Foundations of Postindustrial Economies (1999), Why We Need a New Welfare State (2002), Incomplete Revolution: Adapting the Welfare States to Women’s new Roles (2009) y Families in the 21st Century (2016), Esping-Andersen se ha convertido en una referencia mundial sobre el tema. En esta entrevista nos cuenta sobre el Estado de bienestar y algunos de sus principales desafíos.
–En Chile ha surgido una demanda de Estado de bienestar sin una comprensión demasiado precisa de lo que significa. Luego de varias décadas estudiando la evolución de estos regímenes, ¿cómo lo definirías?
El concepto emerge en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, inicialmente como contraste al “Estado de guerra”. La definición con la que probablemente estarían de acuerdo gran parte de los expertos es que en el Estado de bienestar la mayoría de las actividades o gastos gubernamentales están dirigidos a políticas y programas que mantienen y mejoran el bienestar de los ciudadanos. Por un lado, es una definición sencilla, pues se puede identificar empíricamente con facilidad: ¿qué porcentaje del gasto público se destina al bienestar social? Pero es obvio que también es una definición escurridiza, ya que plantea la pregunta de qué programas son realmente generadores de bienestar.
–¿Podrías darnos algunos ejemplos?
Tomemos la educación. La mayoría supondría que es parte integral del Estado de bienestar porque mejora las capacidades y los recursos de los ciudadanos. Pero también es inversión en capital humano. O pensemos en programas sociales que no sean gubernamentales (planes de pensiones ocupacionales, por ejemplo). ¿Deberían incluirse en nuestra definición de Estado de bienestar? Eso puede depender de si están subvencionados directa o indirectamente —y en qué medida— por el gobierno. Otro ejemplo, ¿cómo se podría calificar al sistema chileno de “pensiones privadas”?
–¿Hay otros factores que incidan a la hora de definir al Estado de bienestar?
En este tema nos enfrentamos a otro rompecabezas: la cuestión de la redistribución y la igualdad. Si la idea central tiene que ver con defender y mejorar nuestro bienestar, un Estado de este tipo debe ser, por definición, redistributivo y promover la igualdad: algunos grupos o clases sociales —los pobres o las madres solteras, por ejemplo— necesitarán mucho más apoyo público para lograr el bienestar que otros. Si tenemos esto en consideración, el grado en que un Estado es de bienestar se podría medir muy bien por su capacidad para minimizar la pobreza y/o lograr una mayor igualdad en los niveles de vida de la población. Y, finalmente, también debemos tener en cuenta que los gobiernos pueden perseguir objetivos de política social de diferentes formas. Esto ha generado la identificación de distintas variantes del Estado de bienestar, sobre las que se ha producido un debate interminable.
–¿Cuáles serían esas variantes?
La mayoría de los estudiosos estarían de acuerdo en que hay tres tipos claramente distintos. En primer lugar, están los países que enfatizan los principios de políticas universalistas —donde todos los ciudadanos tienen derechos sociales idénticos— y de protección social integral garantizada públicamente. Este modelo a menudo se identifica como el socialdemócrata nórdico. En segundo lugar, están los países que enfatizan el seguro social como el principal medio para garantizar derechos sociales. Esto implica que las personas tienen derechos directamente vinculados a su historial laboral y de cotización. A menudo, este se identifica como el modelo “conservador” de la Europa continental. Y, en tercer lugar, están aquellos países como Estados Unidos (y Chile), que se basan en el supuesto de que para la mayoría de los ciudadanos y en la mayoría de los casos, el mercado funciona bien. La intervención de la política social, entonces, se limita idealmente a sanear las llamadas “fallas del mercado”. Por ejemplo, las madres solteras que no pueden combinar el trabajo remunerado con el cuidado de los niños, o los discapacitados que tampoco pueden trabajar por un salario. Estos países se suelen identificar con el modelo “liberal”. Algunos argumentan que deberíamos incluir un cuarto modelo, el denominado “mediterráneo”, que destaca por su apego al familiarismo. En contraste con la variante liberal, que favorece el accionar de los mercados, este modelo promueve a la familia como principal proveedor de bienestar. En este caso, la política pública se limita idealmente al “fracaso familiar”.
Inestabilidad familiar y envejecimiento: dos desafíos del Estado de bienestar
–En tus trabajos sugieres que una de las dificultades que enfrentan los Estados de bienestar es el envejecimiento. ¿Por qué?
Entre 1980 y 2020, el porcentaje de ancianos en la fuerza laboral en los países de la OCDE aumentó desde el 20 al 30 por ciento en promedio. Durante los próximos cuarenta años, su participación se duplicará al 60 por ciento. En algunas naciones —España, por ejemplo—, ¡su participación aumentará al 80 por ciento! En consecuencia, la carga de la jubilación parece estar explotando en términos financieros.
–¿Y cómo se puede enfrentar este problema?
Gran parte del debate político se ha centrado en la urgente necesidad de recortar los niveles de las prestaciones de pensión para evitar cargas fiscales que desplacen a todos los demás programas de gasto público o que impongan cargas fiscales imposibles a los ciudadanos. El desafío es doble: por un lado, nos enfrentamos a un dilema de equidad y justicia; por otro, nos enfrentamos a la pregunta de cómo financiar los futuros costos de jubilación. Como se discutió en mi libro Incomplete Revolution (2009) y en el capítulo de John Myles en Why We Need a New Welfare State (2002), la respuesta más eficaz y equitativa a este desafío de largo plazo implica dos principios. El primero es aumentar la edad de jubilación. En la actualidad, en un Estado miembro típico de la OCDE, la jubilación ocurre alrededor de los 65 años (o incluso menos). Para ilustrar cuán efectivo es el retraso, financieramente hablando, aplazar la jubilación en diez meses abarata los costos para el Estado en beneficios de jubilación en un diez por ciento. De hecho, algunas naciones han comenzado a moverse en esta dirección. Los países nórdicos, los Países Bajos e Italia están promoviendo los 70 o 71 años como edad de jubilación. Asimismo, aumentar la edad de jubilación en 5 o 6 años implica el equivalente a disminuir en un 60 por ciento los costos del Estado en beneficios de jubilación.
–En Chile ha costado mucho instalar este tema. En términos generales, ¿podríamos decir que se justifica, entonces, el aplazamiento de la jubilación?
En casi todos los aspectos, sí: vivimos más, las personas mayores disfrutan de una salud cada vez mejor, la vida laboral en la “nueva” economía es mucho menos exigente físicamente. Además, los nuevos grupos de jubilados tienen niveles de educación y habilidades considerables.
–¿Y el segundo principio?
El segundo principio se refiere a la equidad intergeneracional. Si estamos satisfechos con el statu quo actual, es decir, con el nivel de consumo relativo de los ancianos y los jóvenes, una solución obvia sería adoptar el modelo de “proporción relativa fija” (PRF), propuesto por el economista Robert Musgrave. En este modelo, las contribuciones y los beneficios se basan en mantener constante la proporción futura entre los ingresos de la población activa y los ingresos de la población jubilada. Una vez que se fija la proporción, la tasa impositiva se ajusta periódicamente para reflejar los cambios en la población y la productividad. Y si la jubilación se aplaza en 5 o 6 años, debería haber una menor necesidad de aumentos sustanciales de impuestos para financiar el bienestar de la población jubilada.
–De acuerdo con tus investigaciones, otro de los fenómenos que complica a los Estados de bienestar es la inestabilidad familiar…
La tendencia hacia una mayor inestabilidad familiar es un desafío importante para el Estado de bienestar por varias razones. Para empezar, es probable que produzca una proporción creciente de hogares monoparentales (principalmente madres solteras) con un alto riesgo de pobreza. En segundo lugar, en entornos con alto riesgo de divorcio, las personas también pueden ser menos propensas a tener hijos, lo que implica una caída de las tasas de natalidad y, por tanto, también peores desequilibrios entre la población anciana y joven.
–Has señalado que esto tiene una fuerte relación con el rol de la mujer en la sociedad. ¿Por qué?
Como he argumentado extensamente tanto en Incomplete Revolution como en mi libro más reciente Families in the XXI Century (2016), una de las principales causas detrás del aumento de la inestabilidad familiar radica en la poca adaptación social que hemos tenido hacia el papel cambiante de las mujeres, sobre todo por parte de los hombres. Esto ha retrasado la adopción de roles más igualitarios de género.
–¿Qué políticas podrían promoverse en ese ámbito?
Hay políticas que pueden ser bastante efectivas para acelerar esta igualdad. En primer lugar, el apoyo del Estado de bienestar para que las madres puedan seguir una carrera a tiempo completo, especialmente respecto del cuidado de los niños. Cuando el curso de la vida de las mujeres comienza a converger con el de los hombres, incluyendo la norma del full time dentro de su trayectoria, los hombres adoptan una cultura y un comportamiento más simétrico respecto del género.
El universalismo: ventajas y desafíos
–Cuando se menciona a los estados de bienestar, suele recurrirse mucho a la idea de universalismo. ¿Qué significa, en concreto, esa idea?
El universalismo en las políticas sociales está muy asociado con los estados de bienestar nórdicos. De hecho, tiene sus raíces en la alianza política de la década de 1930 con los movimientos rurales, que permitió a los socialdemócratas surgir como fuerza política dominante. Dado que los pequeños agricultores y los trabajadores agrícolas no podían hacer contribuciones financieras a ningún tipo de esquema de seguro social, y dado que los socialdemócratas y los partidos rurales privilegiaban las políticas sociales para cimentar su poder, las coaliciones gobernantes —a partir de la década del treinta— adoptaron el principio de que los ingresos generales del gobierno financiaran una cobertura universal e igualitaria. Esto implica que todos los ciudadanos, sean ricos o pobres, disfrutan de derechos y beneficios exactamente idénticos. El universalismo se introdujo por primera vez con las reformas de las pensiones de vejez no contributivas en las décadas de 1930 a 1950.
–¿Y tuvo efectos beneficiosos?
Resultó ser un gran éxito, no solo como un medio político para defender a las coaliciones de partidos, sino también como una forma de mostrar que las reformas sociales debían ser beneficiosas para todos los ciudadanos —“estamos todos en el mismo barco”—, y que todas y cada una de las personas y las familias tenían un derecho legítimo sobre los gastos del gobierno. La principal ventaja del universalismo, entonces, es su capacidad para cimentar el apoyo público, y generar un sentido amplio de que los riesgos y responsabilidades se comparten en la población.–Y, desde entonces, se ha seguido aplicando en otras políticas públicas…
Posteriormente se aplicó a las prestaciones familiares y, quizás lo más importante, al desarrollo de los célebres programas de guarderías y jardines infantiles en Escandinavia. Y toda la evidencia continúa sugiriendo la idea de que el universalismo consolida un amplio apoyo público, casi universal, detrás de sus políticas. Otros países también han adoptado un universalismo limitado, como es el caso de las prestaciones familiares en Gran Bretaña y en otros lugares.
–¿Cuáles serían sus riesgos y límites?
El universalismo tiene una debilidad inherente: por razones financieras, es obvio que los beneficios seguirán siendo relativamente modestos. Por ejemplo, la “pensión popular” universal, como se la denomina en Escandinavia, ofrece un nivel de prestaciones que puede considerarse adecuado para un trabajador de bajos ingresos, pero difícilmente será suficiente para los grupos de ingresos medios y altos. La respuesta en Escandinavia, en lo que respecta a las pensiones, fue crear un segundo plan de pensiones contributivo. De esta manera, el Estado de bienestar combinó los principios del universalismo con la adecuación de los beneficios para toda la población.
–Todas estas propuestas son muy más caras económicamente hablando, ¿o no?
El universalismo sin ninguna duda es caro en cuanto a los gastos de los presupuestos gubernamentales. Sin embargo, no debemos olvidar que la tributación progresiva sobre la renta implica indirectamente que los ricos, por así decirlo, devuelven al fisco los beneficios que reciben. En una línea similar, el sistema universal de cuidado infantil es relativamente caro, pero de muy alta calidad. Siguiendo el ejemplo danés, cuesta el equivalente a aproximadamente el 2 por ciento del PIB y es, en general, financiado dos tercios por el gobierno y un tercio por las familias. Pero la contribución de los padres sigue una escala móvil de modo que las familias de bajos ingresos de facto no pagan nada. Además, los programas de cuidado infantil universal se han convertido en los más populares y con un amplio apoyo de todas las políticas sociales.
–Esto se conecta con otra de las grandes preguntas sobre los estados de bienestar. ¿Cómo financiarlos?
Hay tres respuestas posibles. La primera vuelve a mi discusión sobre los méritos del universalismo. Si los programas sociales benefician a todos los ciudadanos, ofreciendo estándares de calidad aceptados incluso por aquellos más exigentes, gozarán de un apoyo universal y, como consecuencia, de una mayor disposición a pagar el precio. En cambio, el problema de los programas sociales focalizados —el apoyo a los ingresos de los pobres, por ejemplo— es que la mayoría acomodada considera que financiarlos es ilegítimo. La segunda respuesta es que, paradójicamente, los estados de bienestar en realidad no son tan caros como parece. Si, como es el caso en Escandinavia, los generosos beneficios sociales —ya sean pensiones de jubilación, prestaciones por desempleo o lo que sea— también están sujetos a impuestos, el gobierno recibe instantáneamente una gran parte de la prestación que pagó. De hecho, es exactamente por esta razón que la OCDE ha tomado la iniciativa de calcular el gasto social neto. Si examinas los datos de la OCDE, notarás que los estados de bienestar escandinavos parecen tener un gasto elevado cuando se miden de la manera convencional. Sin embargo, medidos en términos de gasto social neto, no son particularmente costosos. La tercera respuesta es que un Estado de bienestar fuerte es aquel en el que muchas de sus políticas sociales son en realidad inversiones en una mayor productividad económica.
–¿Qué significa eso en concreto?
Mi ejemplo favorito de esto es la provisión gubernamental de cuidado infantil de calidad. Esta permite que las madres permanezcan en el mercado laboral, obteniendo ingresos y pagando impuestos. Así, los ingresos de por vida de las madres serán sustancialmente más altos que si se vieran obligadas a interrumpir su carrera durante muchos años por tener hijos. Y esto, a su vez, significa que las mismas madres pagarán sustancialmente más impuestos al fisco. Mis cálculos, de hecho, muestran que, en el transcurso de su carrera, una madre de dos hijos con acceso a cuidado infantil reembolsará el costo total de esa provisión al gobierno, incluso con un pequeño dividendo. Aquí tenemos un caso claro de un programa social que simultáneamente es una política de inversión.
Invertir en políticas de primera infancia
–Otro aspecto que has señalado como fundamental para construir un Estado de bienestar tiene que ver, precisamente, con la importancia de estas políticas relativas a la infancia.
En los últimos años hemos visto un aumento en el interés por los programas preescolares entre quienes diseñan políticas públicas y las organizaciones internacionales, sobre todo la OCDE. Además, estas políticas se ven cada vez más como la pieza central de una estrategia más amplia destinada a invertir más recursos en la primera infancia.
–¿Cómo traducir este desafío a políticas públicas concretas?
Una lección que aprendemos de la psicología del desarrollo, respaldada por poderosa evidencia empírica, es que el estímulo es clave para la capacidad de aprendizaje de los niños. Por tanto, el rendimiento escolar se define en las edades previas a la edad normal de inicio de la escuela. En particular, la base del desarrollo cognitivo se encuentra en las edades de 1 a 6 años. Si un niño recibe estímulos cognitivos insuficientes en este rango de edad, es muy difícil, o casi imposible, rectificarlo en edades posteriores. Los primeros años de la niñez requieren diferentes tipos de estímulos, dependiendo de la edad. Algunos países —inicialmente también Dinamarca y Suecia— han elaborado programas que incluso incluyen a niños menores de un año. Esto debe evitarse, ya que la necesidad más importante de los bebés en su primer año de vida es el apego. El apego efectivo a los padres es, según la psicología infantil, un requisito clave para el desarrollo cognitivo posterior, lo que va en la línea de desarrollar políticas de licencia parental que garanticen que uno u otro padre esté “omnipresente” en el primer año de su hijo.
–¿Y en los niños de mayores a 1 año?
En los niños de 1 a 6 años, como ha dicho enfáticamente la OCDE, los aspectos de calidad de las guarderías son decisivos. La calidad tiene poco que ver con la infraestructura de los centros de cuidado infantil. Los criterios claves se reducen principalmente a las proporciones niño/pedagogo y a la experiencia pedagógica del personal. En líneas generales, vemos grandes variaciones entre países en cuanto a la proporción entre número de niños y pedagogos. Para las edades de 1 a 3, los requisitos de personal que trabaja con los niños son claramente más exigentes. En un extremo encontramos a Dinamarca, con un pedagogo por cada 3 niños; en el otro extremo se encuentran países como España con 10 a 15 niños por pedagogo. Los expertos en infancia temprana sugieren que a estas edades la proporción no debe exceder la de un pedagogo por cada 6 niños.
–¿Y entre 3 y 6 años?
Pasando a los niños de 3 a 6 años, es decir, las edades de jardín de infancia, una vez más nos encontramos con grandes diferencias nacionales. En esto Dinamarca sigue siendo un líder mundial con 6 niños por pedagogo. La proporción de España, en cambio, es muy problemática, con 25 niños por pedagogo. Los expertos sugieren que una proporción de alrededor de 8 a 10 niños por pedagogo sería óptima. Y cualquier cosa más allá de 15 niños por pedagogo es sencillamente inútil.
–Hemos hablado de la cantidad de niños por pedagogo, pero ¿qué pasa con la calidad?
El segundo atributo clave de la calidad es el nivel de formación pedagógica del personal. La variación internacional es de nuevo bastante sustancial, con Irlanda representando un extremo (sin requisitos de formación pedagógica en absoluto) a los países nórdicos o Francia, donde el criterio es un mínimo de formación pedagógica de nivel universitario.
–En Chile este tema no ha tenido la importancia que merece. De hecho, en la última década la prioridad política ha estado en la educación universitaria. ¿Por qué deberíamos invertir con tanta fuerza en políticas de infancia?
Como señalé, una política preescolar de alta calidad que sea universal a todos los efectos prácticos absorberá fácilmente entre el 1,5 y el 2 por ciento del PIB, dependiendo principalmente de la proporción pedagogo/niño. Esto implica, en cualquier caso, una enorme carga de gasto público. Pero como insistí anteriormente, debemos definir los programas de educación preescolar como políticas de inversión pública, a la par con la construcción de aeropuertos o universidades. Estas son realmente inversiones en un doble sentido: facilitan el empleo de las madres, lo que genera más ingresos fiscales para los gobiernos, y mejoran la reserva de capital humano de la nación. De hecho, asegurar un comienzo sólido, como sostiene la OCDE, significa también mucha menos necesidad de programas de aprendizaje correctivo en edades posteriores. Y esto implica un ahorro de gastos. Así, más adelante, una fuerza laboral con fuertes habilidades cognitivas será más productiva y, por lo tanto, mejorará el desempeño económico.
–Al parecer, este es un tema que te preocupa especialmente…
Durante los muchos años en que participé activamente en el aspecto de la formulación de políticas (participé en dos presidencias de la Unión Europea y durante varios años fui miembro del grupo asesor de política social del presidente de la Comisión Europea José Manuel Durão Barroso), insistí repetidamente a los responsables de la formulación de políticas para que redefinieran las cuentas del Estado de bienestar a fin de distinguir entre las cuentas de gasto social estándar (por ejemplo, asistencia social) y las cuentas de inversión social (por ejemplo, programas preescolares). Tengo la esperanza de que un día no muy lejano esto se convierta en la norma.