Artículo inédito de la filósofa francesa Chantal Delsol publicado en la revista IES “Punto y coma“. Traducción de Denise Bard.
¿Qué ha ocurrido desde el cambio de siglo para que la democracia sea puesta en entredicho en los países occidentales y en otras culturas que la reconocían como un modelo? ¿La historia turbulenta de este sistema político ha terminado acabando con él? ¿Acaso terminaron profanándola los propios encantos de la democracia, que nos hicieron aplicarla sin reservas en todos los ámbitos? ¿Hay que ver una nueva corriente antimoderna en las actuales democracias antiliberales? La tecnocracia, la gobernanza y el consenso, ¿refuerzan o perjudican la democracia? ¿Es posible imaginar democracias desprovistas de visiones de mundo, basadas solo en el pragmatismo o, en pocas palabras, sin pluralismo?
La democracia no existe antes de la Ilustración. Aparece durante el paso del siglo XVIII al siglo XIX, en América y en Europa occidental. Es tal la envergadura del choque cultural que ella produce que Tocqueville escribe su extraordinario ensayo La democracia en América (1835). Las democracias europeas que se desarrollan a lo largo del siglo XIX siguen contando con un sistema de sufragio censitario. En el siglo XX, durante el período de entreguerras, las democracias parlamentarias, son fuertemente criticadas por corruptas y decadentes. Por ese motivo, crece la justificación de las dictaduras y en Europa florecen regímenes autocráticos en los años treinta, mientras el totalitarismo comunista se extiende hasta 1989 con el engañoso nombre de “democracia popular”. En 1983, Jean François Revel publica Cómo terminan las democracias prediciendo el fin de las democracias débiles y acomplejadas frente al totalitarismo arrogante e inescrupuloso. Los desastres que dejan tras de sí estas autocracias, dictaduras o regímenes totalitarios hacen que el siguiente período muestre gran fervor democrático. Entre los años 1950-2000 no se permite matizar los elogios a este tipo de régimen. La caída del Muro de Berlín en 1989 hace que incluso muchos occidentales tengan la certeza, enunciada por Fukuyama, que la democracia representa el “fin de la historia”, sin continuación ni alternativa posible, literalmente irremplazable. Esta ceguera es del mismo tipo de aquellas ideológicas que estaba llamada a reemplazar. El cambio de siglo es testigo del cambio de las cosas. Los reproches y acusaciones que surgen contra la democracia son más graves que aquellos de los años treinta. Y por razones profundas relacionadas con cambio de status de lo sagrado, la democracia pierde su aura. Aquí es donde estamos actualmente.
En primer lugar, es necesario precisar que ningún régimen es inmortal, así como nada de carácter humano lo es. En los años treinta, las democracias eran fustigadas por dos razones: la corrupción y el parlamentarismo. Sin embargo, en la actualidad la democracia enfrenta problemas mucho más profundos e inquietantes. Son problemas estructurales. Desde hace un siglo la democracia ha sido corrompida por su radicalización ideológica. En primer lugar, desnaturalizamos la palabra para ponerla al servicio de nuestras ideologías. En el Instituto de Estudios Políticos de París, “Sciences Po”, nos enseñaban que existían dos tipos de democracia, una occidental y una soviética… No solo fue sacralizada e interpretada después como “el fin de la historia”, sino también entendida como un recurso habitual en la vida social que se podía aplicar doquier. Fue de esta manera cómo los países occidentales, inspirándose en los análisis de John Dewey, intentaron democratizar todas las instancias sociales. Esto es una herejía, porque la democracia está hecha para la sociedad civil, para la sociedad abierta y no se aplica a las sociedades cerradas[1], como el Ejército o la universidad, por ejemplo. Al contrario de lo que algunos piensan, los problemas de la democracia no se resolverán “siempre con más democracia”, ni los de Europa “siempre con más Europa”.
Las virtudes propias de la democracia (la libertad, la emancipación, la igualdad) tienen límites. Y será precisamente esta discusión sobre los límites la que engendrará las democracias antiliberales.
Mediante el mismo pensamiento desmedido, intentaron convertir la democracia en una ideología. El 27 de octubre de 1992, en su discurso de recepción en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, Vaclav Havel relata cómo había entendido tan mal que la democracia es un régimen imperfecto, que vive en este mundo imperfecto: “Me resultaba difícil resignarme a la idea que la política era un proceso sin final, como la Historia, un proceso que nos impide decir que algo finalizó, acabó, terminó. De esta manera, constaté con pavor que mi impaciencia respecto del restablecimiento de la democracia tenía tintes comunistas. O, en términos generales, era un tanto racionalista, como la unidad que proclamaban los pensadores de la Ilustración. Había querido hacer avanzar la historia, tal como un niño que tira los tallos de una planta para hacerla crecer más rápido”. En otras palabras, era como si la democracia hubiese heredado la forma de las estructuras ideológicas del siglo XX saliente: una excesiva racionalidad, un estatus ideológico que no le corresponde.
Esta racionalización nos conduce a intentos desquiciados e infructuosos de instaurar artificialmente la democracia en cualquier país, como si se tratase de una herramienta simple, mecánica y que todos pueden utilizar de la misma manera. La democracia es cultura. Es absolutamente necesario diferenciar la democracia. (el pueblo elige a sus gobernantes y su programa) del liberalismo constitucional, que no atañe a la forma de elegir a los gobernantes, sino al objetivo del gobierno: emancipación, libertad individual. Por lo tanto, el liberalismo constitucional, en tanto condición y atmósfera, precede a la democracia. Debemos preguntarnos, entonces, ¿qué debemos hacer si el pueblo, que tiene derecho a voto, no quiere libertad? ¿Acaso le diremos, tal como los revolucionarios franceses: “Lo obligaremos a ser libres”?
En la actualidad, gran parte de los países en vías de democratización son democracias antiliberales. En Occidente, la situación es aún más grave dado que, por una parte, la libertad podría ser puesta en entredicho en lugares donde ya está instaurada. Por otra, las democracias antiliberales siguen multiplicándose. Debido a un desacuerdo respecto de la libertad, la democracia se desprestigia inclusoante los ojos de sus más ardientes defensores. La libertad es el requisito fundamental para instaurar y hacer perdurar la democracia. En su ausencia, la democracia despliega apariencias y mentiras, palabras vacías. Sin embargo, todo este asunto consiste en la discusión acerca de las diferentes definiciones de la libertad y sus límites. Precisamente, el motivo de las encarnizadas discusiones entre los posmodernos. Al interior de esa fractura es donde aparecen las llamadas democracias antiliberales.
Las democracias antiliberales, también llamadas populismos —vocablo más injurioso que descriptivo—, son la expresión de un reproche a la libertad posmoderna y la manifestación de que la libertad tiene límites. A este respecto, el pensamiento moderno descansa en el refrán que los niños franceses aprenden de memoria desde que entran a la enseñanza primaria: “mi libertad termina donde comienza la de los otros”. Esta certeza, que proviene del pensamiento revolucionario, significa que el individuo puede desplegar sus deseos y su voluntad hasta donde quiera, mientras no se cruce con otra voluntad. El individuo occidental moderno se parece al héroe de Victor Hugo que ignora los límites de su fuerza: “¡Soy una fuerza que impulsan! ¡Soy el agente ciego y sordo de los misterios fúnebres! ¡Soy el alma de la desgracia impregnada de tinieblas! ¿Dónde voy? No lo sé. Solo sé que me impulsa con soplo impetuoso, un destino insensato”[2].
El conservadurismo que se desarrolla en las democracias llamadas antiliberales argumenta, por el contrario, que los límites no son externos sino internos al sujeto. La capacidad de autolimitación es aquello que caracteriza al ser humano. No somos una impetuosa corriente que avanza hasta encontrarse con el obstáculo, sino una fuerza habitada por el pensamiento respecto de los límites, puesto que está orientada a otros proyectos y no tan solo a sí misma. La noción de libertad autolimitada es aquella que rechaza la absoluta libertad de circular, inmigrar, vender, permitir, tecnificar. Con tal propósito, enfatiza la importancia de principios externos al sujeto, como la soberanía nacional que limita la libertad de circulación, la antropología que limita la libertad de permitirlo todo en el ámbito social, etc. Por lo tanto, se trata de un cuestionamiento al pensamiento posmoderno.
Sin embargo, este cuestionamiento va más allá, pues las democracias contemporáneas sí ponen ciertos límites a las libertades (incluso algunos piensan que actualmente el ciudadano está coartado como nunca antes en su historia por un concierto de leyes y reglamentos). ¿Entonces cuáles son los principios externos a los que obedecen? Esencialmente, a la salud y integridad de los ciudadanos, y a la conservación de la naturaleza. Se trata de dos principios sacralizados que son lo esencial de todo lo que realmente nos importa, y en nombre de los cuales los gobiernos se arrogan el derecho de restringir nuestras libertades.
Los pueblos donde ha ganado “el populismo” cuestionan dicha elección y comentan “su arrepentimiento por haber perdido libertades cotidianas, como quemar las hojas secas y cazar pájaros”[3]. No se trata de preferencias aleatorias, sino de la elección de cierta visión de mundo y no de otra. Cada vez que se ponen límites a las libertades es en nombre de una visión de mundo. En la actualidad, los pueblos y las élites no comparten una visión, dando paso a la desestabilización de la democracia. De esta manera, los pueblos que cuentan con la ventaja de ser numerosos eligen autoridades políticas que las élites no aprueban.
Por este motivo, las élites europeas ponen la propia democracia en tela de juicio. El pueblo no tiene siempre la razón, y de hecho la historia reciente y antigua está llenas de tiranos electos por los pueblos. Y, en consecuencia, las élites posmodernas se acostumbraron a poner las elecciones populares en tela de juicio y a pedir que se declare la nulidad del acto eleccionario si los resultados no corresponden a sus deseos (“Los suizos deben volver a votar”, señaló Cohn-Bendit tras el referéndum acerca de la prohibición de construir minaretes en las futuras mezquitas[4]; véanse también las numerosas solicitudes de hacer votar a los ingleses el Brexit por segunda vez). Ocurre a veces que una votación popular sea rechazada y duramente objetada por las altas esferas de poder si sus resultados no cumplen con las expectativas de la Europa institucional. Es necesario entender que las élites no aceptan la democracia cuando esta no coincide con su manera de definir la libertad.
El crecimiento vertiginoso de las llamadas democracias “antiliberales” es expresión de un nuevo episodio de la guerra de los dioses entre los modernos y los antimodernos. En este conflicto entre visiones de mundo, los pueblos consideran que la libertad posmoderna llegó demasiado lejos (libertad económica, apertura de las fronteras, cuestiones culturales, etc.) y, por consiguiente, eligen gobernantes dispuestos a restringirla. Por otra parte, al ver que los pueblos “votan mal”, las élites pierden confianza en la democracia y dirigen su mirada a las tecnocracias. El invierno de la democracia y su carácter siniestro provienen de una guerra ideológica que es al mismo tiempo una lucha de clases
El agotamiento del concepto de democracia resulta todavía más inquietante, ya que es legitimado por factores profundos como la evolución de las creencias, que debilita los principios sobre los que ella se basaba. La evolución actual es doble. En primer lugar, como respuesta a la tecnificación del mundo experimentamos la racionalización del mundo mental y social, es decir, tenemos mayor confianza en todo lo científico y lo técnico. En segundo lugar, por motivos comprensibles, el deseo de paz ha gobernado nuestros pensamientos desde la Segunda Guerra Mundial, y ha provocado el derrumbe de las convicciones. Estas dos características finalmente se asocian, arrebatándole a la democracia su principal distinción constitutiva. A diferencia del período de entreguerras, la democracia no pierde su valor, pero sí su atractivo, debido a que nos desagradan sus implicancias.
La seguidilla de horrores del siglo XX determinó la aparición del pacifismo, pero además, y más importante aún, generó un sentimiento compartido por muchos que ve en las creencias (religiones, ideologías) el origen de las guerras, debido a su intrínseca tendencia al fanatismo. Es posible afirmar que la época contemporánea rechaza las verdades para salvaguardar la moral. La desaparición de las religiones y luego de las ideologías (“los grandes relatos”, en general), junto con la voluntad de impedir el surgimiento de otras creencias, buscan conjurar futuros horrores. Quien deja de creer ya no tiene motivo alguno para utilizar la violencia, o al menos así piensan nuestros contemporáneos.
De esta manera se explica el éxito del pragmatismo político, así como el desprestigio de las convicciones. Un gobernante legitima una reforma porque “es lo que funciona”, no porque crea en tal o cual principio. Y si tiene convicciones, es preferible que en adelante las disimule bajo el ahora virtuoso manto del pragmatismo, sin el cual se arriesga a ser considerado como un personaje iracundo y peligroso. Se plantea que el pragmatismo debe adherir a la creencia de “es lo que funciona”. Pero ¿con qué propósito? Alcanzar un deseo por todos compartido, la mejor calidad de vida material posible. La política pragmática ya no hace valer su fervor respecto de principios, sino su eficacia en el seno de una comunidad cultural.
La democracia moderna (a diferencia de la democracia en la Antigüedad) se basa en la idea según la cual el tiempo sigue una línea hacia el progreso de las sociedades humanas. Por lo tanto, la política es percibida como una lucha entre diversas convicciones para mejorar la condición humana. Sin embargo, la democracia es el régimen de la incertidumbre, de las decisiones humanas en constante discusión, y consiste en asumir los conflictos, no en eliminarlos. En pocas palabras, la democracia es la aceptación de la diversidad de opiniones, de partidos, de corrientes de pensamiento o visiones de mundo. No obstante, el siglo XX dejó tras de sí el miedo a los conflictos y el fervoroso deseo de borrarlos, de desarticularlos. La construcción de consensos ha sustituido al voto por mayoría (como se ha observado en instancias internacionales y europeas), concitando cada vez mayor interés.
Estamos frente a sociedades que tienen creencias religiosas e ideológicas débiles o inexistentes, que no conocen ninguna forma de trascendencia ni criterio absoluto o superior del bien y el mal y que están sumergidas en un mundo inmanente y sin expectativas particulares respecto del futuro. Se trata también de sociedades con un fuerte potencial económico y apegadas al bienestar material, es decir, en las cuales (en vista de la debilidad de las creencias espirituales) los conflictos legales tienen que ver casi única y exclusivamente con intereses económicos. Y hacer concesiones o compromisos respecto de estos siempre resulta más fácil que hacerlos respecto de las creencias.
Las sociedades carentes de creencias sólidas buscan únicamente la paz, que ahora se considera el bien supremo. La desaparición de las creencias obliga a las sociedades a volver a la realidad, porque una vez sumidas en la inmanencia buscan su bienestar en la paz. La paz y el bienestar son las dos referencias en torno a las cuales resulta fácil construir la unanimidad. El desprecio por los fanatismos inspirados en las creencias provocó el surgimiento de un fervor infinito por esta paz que nos resulta grata.
El consenso sostiene que el bien común no tiene que ver con una verdad basada en certezas fundamentales, aunque sean difíciles de descubrir, sino que es resultado de decisiones pragmáticas y circunstancias, que serán buenas siempre y cuando todo el grupo concuerde con ellas. La existencia de tal acuerdo no significa aceptar que ciertas visiones del hombre sean excluidas en pos de la paz social, sino que no existen diferentes visiones de mundo, y que se trata tan solo de una situación compleja que requiere de un acuerdo.
La idea de consenso, que reaparece tras siglos de ejercicio del sistema de voto de mayoría, se explica por un agotamiento, interpretado de diversas maneras, de la propia democracia. Tocqueville había predicho una relativización general de las opiniones y certezas debido a la igualdad democrática: ¿por qué mi opinión valdría más que la de mi vecino si somos iguales? El llamado al consenso es expresión del agotamiento de las disputas y debates y de la renuncia a la idea de una verdad dominante. Presenciamos una saturación del conflicto, pero lo que ocurre realmente es que los conflictos se volvieron inútiles, ya que las expresiones de nuestros enigmas son construcciones confusas y vanas.
Este nuevo tipo de gobierno necesita un nuevo nombre: gobernanza. La gobernanza podría borrar los conflictos porque presupone que los hombres ya no tienen creencias, sino solo intereses. Se trata de la consecución de una antigua idea que nació en el siglo XVII: reemplazar la fuerza por el comercio. Por lo tanto, la gobernanza impone un mundo donde no existe lo sublime, en el cual cada uno satisface su bienestar material y lo que esto implique. Si solo existen intereses, todo debiese poder ser negociado. En ese sentido, la gobernanza no va más lejos que la democracia, sino al contrario. Se la puede considerar una utopía. Sin embargo, retrata sobre todo un retroceso respecto de las conquistas occidentales, consideradas extenuantes y agotadas. La gobernanza es un gobierno procedimental que se preocupa esencialmente de la gestión, la técnica, lo pragmático, de todo aquello que se ajusta a un mundo materialista donde se busca un bienestar, por definición cuantificable.
El pragmatismo crea la tecnocracia y la mantiene en el tiempo. El rechazo a las creencias convierte a la ciencia en la única dueña del poder.
La racionalización del mundo y la supremacía de la ciencia y de la técnica, que originan la tecnocracia, también es una respuesta al horror de los conflictos, puesto que frente a la premisa científica no existen conflictos ni controversias posibles.
El triunfo contemporáneo de la técnica obliga a la política a tomar ese camino: debe gobernar quién sabe hacerlo. El indiscutible reinado de la ciencia conmina a nuestra época a volver, en el ámbito político, a preferir las ideas de Platón.
Recordemos que la controversia política entre Platón y Aristóteles, en la época de Pericles, fue precisamente respecto de la competencia política. Platón considera que el poder debe recaer en manos de personas sabias, motivo por el cual desestima la democracia, al confiar esta el poder a todos. Por el contrario, Aristóteles cree que el poder no tiene que ver con el conocimiento, sino con un buen arbitrio basado en la razón, que cualquiera puede tener. En esta controversia ya se instala con todas sus aristas el tema de la desconfianza o de la confianza. Es decir, ¿es posible confiar en la voz del pueblo para tomar decisiones? Esta pregunta atraviesa toda nuestra historia. Y en la respuesta aristotélica se funda la democracia. Por otro lado, la respuesta platónica es la base de los gobiernos autocráticos, en los cuales la obediencia puede ser de carácter teocrático (Bonald), totalitario (Lenin) o dictatoriales (Mussolini). Esta respuesta platónica también es la base de la tecnocracia contemporánea, instalando el gobierno basado en las competencias de sus autoridades en la democracia y volviéndola obsoleta.
Cabe recordar que la democracia moderna, que nace en el siglo VI en los monasterios benedictinos, y después aparece en las ciudades italianas del siglo XII y la Carta Magna inglesa, se basa completamente en la confianza respecto del juicio del individuo, es decir, en la grandeza del individuo. Esta última es la que lo hace digno de elegir su propio destino (educar a sus hijos, elegir su cónyuge, ser propietario de sus tierras). Por lo tanto, la confianza en el sentido común no es ni una fachada ni una ilusión, sino una profunda convicción de que, de estar bien distribuido, ese sentido común permite que el hombre corriente, al igual que el ingeniero que estudió en la École Polytechnique, decida si hay que declarar la guerra o la paz, luchar por más libertades o por más igualdad (y los últimos cincuenta años nos han demostrado claramente que las élites se han equivocado tanto o más que el pueblo. Basta recordar que en los años sesenta, en Francia, la élite intelectual era marxista mientras que el pueblo votaba por gobiernos moderados).
A partir de lo anterior, también podemos afirmar que la característica particular de la democracia es la aceptación de la contingencia. Los ciudadanos toman decisiones, juicios que responden al sentido común, y se sitúan en el mundo aleatorio (el mundo sublunar de Aristóteles) aceptando la incertidumbre. Camus decía: “la democracia es el ejercicio social y político de la modestia (…) este régimen solo puede ser concebido, creado y llevado adelante por hombres que saben que no lo saben todo” o “reconocen que es necesario consultar a los demás”[5]. Como vemos, la decisión democrática es la antítesis de la ciencia, que afirma con certeza y no tiene razón alguna para practicar la tolerancia.
La tecnocracia contemporánea, a su vez, afirma en nombre de la ciencia y con absoluta certeza, considerándose objetiva. El problema es que no existe una decisión política objetiva y científica. La política concierne al ámbito de lo humano, siempre complejo e incierto. Definir el bien común de una sociedad no puede ser una cuestión científica, sino que es un arte; por lo tanto, siempre es objeto de discusión. La tecnocracia se equivoca respecto a sí misma. Prueba de ello es que, aunque la tecnocracia europea se pretende objetiva, sirve a los propósitos de cierta visión de mundo, que podríamos llamar liberal-libertaria. La tecnocracia impone sociedades de mercado, una visión libertaria de las costumbres, cosmopolitismo y desaparición de las fronteras en nombre del inevitable y fatal progreso, y de un pretendido sentido objetivo de la historia. Todo lo que se le opone, por tanto, es considerado un “retroceso”, una “descivilización”.
El despliegue de una visión de mundo enarbolada por las élites genera una reacción popular cada vez más fuerte. Los pueblos, con poco que decir y sin teóricos, cuestionan el cosmopolitismo, la desaparición de las fronteras y las identidades, la visión libertaria de las costumbres y la sociedad de mercado. Y para ello utilizan el único medio democrático disponible, la urna. Al hacerlo se produce el fenómeno llamado sarcásticamente “populismo”. Los populismos son respuestas airadas y con frecuencia irracionales frente a democracias que renunciaron al verdadero pluralismo.
Por los motivos anteriormente mencionados, los medios de comunicación no consideran las corrientes llamadas populistas como una alternativa factible en el marco de la lucha política conocida de las democracias. Presenciar la llegada del populismo al poder sería una suerte de fin de mundo: representan un retroceso histórico, una injuria al progreso. Al respecto, ya no existe un debate cortés entre dos visiones de mundo, como siempre debe ser el caso en democracia. Por el contrario, existe una guerra larvada contra una visión de mundo inadmisible, cuya llegada al poder debe ser impedida por cualquier medio. De esta manera, dejamos de estar insertos en una situación de democracia para pasar a una situación de “guerra”[6]. Las corrientes populistas no son consideradas como adversarios, sino como enemigos.
Este fragmentación repentina y violenta del pueblo en dos partes es extremadamente grave. Hay desprecio y odio de ambos lados. Recordemos la pregunta de Escipión que refiere Cicerón: “¿me pregunta cómo se han visto dos soles y no me pregunta por qué no hay en una misma república dos senados o incluso dos pueblos?”[7].
Se podría decir que en la actualidad la democracia es el principal desafío de una lucha contemporánea entre modernos y anti-modernos.
El rechazo actual a la democracia no termina ahí ni es exclusiva de las sociedades y culturas donde nació. Hoy también se propaga a otras sociedades y culturas que la consideraron un modelo envidiable en el pasado. El rechazo del régimen democrático occidental se multiplica en la Rusia post-soviética, en la China de Xi Jinping y por medio de numerosas corrientes o a través muchos países musulmanes. Cabe preguntarse cuáles son los mecanismos que hacen que la caída interna del fervor democrático favorezca o permita el surgimiento de los reproches y los ataques externos. Y también gracias a qué nuevos sortilegios son hoy los despotismos ilustrados los que ocasionalmente despiertan nuestras tentaciones.
De esta manera, la democracia no solo enfrenta graves problemas internos, sino que ha perdido en el frente externo su estatus indiscutido de mejor régimen, de modelo universal. Hoy ya no se le considera como el régimen irremplazable, el fin último de la historia, sino que ha vuelto a ser un régimen particular, defendido por Occidente, y cada vez peor defendido. Por lo tanto, para perpetuarse, la democracia deberá renunciar a su arrogancia y refundar sus principios.
Chantal Delsol (París, 1947) es filósofa, profesora de filosofía política y novelista. Su prolífica producción —ha publicado una docena de libros y más de doscientos artículos académicos y de divulgación— ha sido traducida a más de quince idiomas y la ha convertido en una de las intelectuales francesas más prestigiosas de la actualidad. Uno de sus últimos libros traducidos al español es Populismos. Una defensa de lo indefendible (Ariel, 2016). El texto que aquí presentamos es una versión abreviada de la presentación de Delsol al volumen colectivo La démocratie dans l’adversité (Cerf, 2019). Agradecemos a la autora su gentileza por cedernos los derechos de reproducción de este ensayo.
[1] En la sociedad civil, abierta, los individuos están por nacimiento, sin elección, y considerados como iguales en su capacidad de decidir sobre el destino propio y del destino común. En las sociedades cerradas, particulares, los individuos eligen su entrada y su salida, y al interior de estas forman parte de una jerarquía definida por la función, el grado, el saber, etc. Este es el motivo por el cual un gobierno puede castigar, pero no desterrar, mientras que un cuerpo intermedio puede excluir, pero no castigar.
[2] Victor Hugo, Hernani, acto III, escena II, traducción de Jacinto Labaila.
[3] Thomas Frank, Pourquoi les pauvres votent à droite [¿Por qué los pobres votan por la derecha?] (París: Ed. Agone, 2013), 206
[4] Le Monde, 2 de diciembre de 2009.
[5] Albert Camus, Actuelles 1, OC Essais (París: Gallimard, 1965), 1580
[6] George L. Mosse describía así la brutalización de las sociedades occidentales de entreguerra: “Tendíamos ver la política como una batalla que solo llegaría a su fin con la rendición incondicional del enemigo” De la Grande Guerre au totalitarisme. La brutalisation des sociétés européennes (París: Hachette, 1999), 183.
[7] Cicerón: Sobre la República, I, 19.32.